10.27.2010

Trece

*Doce historias casi falsas y una verdadera. Fueron escritas hace un año y las pongo aquí sólo por motivos de respaldo.

I. Cien Años de Sobriedad.

“Mi nombre es Oswaldo, y soy un alcohólico.” Se escucharon palabras de ánimo. Era el día 97 que vivía completamente sobrio.

El grupo de Alcohólicos Anónimos 24 Horas, ubicado en Yáñez y Veracruz, era frecuentado por unas seis personas, todos hombres, la mayoría con más de cuarenta años. A veces iban jóvenes, pero en cuestión de días reincidían en la bebida.

“Hoy es un día muy especial”, continué. “Tras casi cien días de mantenerme lejos del alcohol, he sacado de mi vida todos los problemas que me acarreaba. Me alejé, por fin, de todas esas malas amistades que sólo están allí para corromper el alma. Ahorré dinero. Llego temprano y lúcido todos los días al trabajo. Y aún así, mi vida sigue siendo miserable. Voy por una pinche caguama.”

II. La Buena Educación.

Es una verdad por todos conocida que es más fácil enseñarle a hablar a un perico que a un niño.

Estábamos varados sin poder ir a la fiesta. La hermana del Cuate nos había dejado encargado a su niño de casi dos años y no regresaba. Nos enteramos que la mamá del vástago tenía semanas queriendo enseñarle sus primeras palabras al regordete y pequeño sujeto: Papá, Mamá, eran la consigna que debía aprender.

Para ocupar el tiempo y buscando venganza ante la irresponsabilidad de la mujer ante nuestros planes etílicos, intentamos darle cátedra del lenguaje al niño.

Días más tarde, nos enteramos que nuestra técnica pedagógica fue superior a la de la madre. El chamaco dijo su primera palabra en una reunión familiar: “Pucha”.

III. Parte Policiaco.

Cuando llegué al lugar, el carro estaba semidestruido, los paramédicos atendían a la anciana atropellada. El conductor, de entre 25 a 30 años, se jalaba los cabellos y tallaba su cara con las manos. Un policía lo interrogaba.

“Yo vi todo”, dijo el teporocho, recargado en una pared cercana y con una excelente vista de la escena. ”La ñora se le aventó al carro y el chofer trató de sacarle la vuelta, ¿sabes cómo?, y por eso se estrelló contra el poste de teléfonos”.

El radiador del Intrepid verde aún arrojaba vapor. Decenas de curiosos interrumpieron su habitual mañana de domingo para ver si la viejita sobreviría.

El alcohólico del barrio polvoso en el norte de Hermosillo seguía con su perspectiva de los hechos: “La doña ya tenía varios días en esa esquina esperando que un carro se la llevara.”

Luego le dio un duro trago a su caguama y dijo con mucha seguridad: “Si la arma, no la vuelvo a maltratar”.

IV. Escudo Humano.

Después de convencerla con hechos de que no se bailar, me dijo que lo único que le interesaba era dejar de pensar que su padre agonizaba en el hospital.

V. La Fuga.

La celda estaba llena. Algo común para un sábado en la noche. Los mismos personajes de siempre: el teporocho silencioso, el administrador ebrio que se cree lo que ve en las películas y exige inutilmente su derecho a hacer una llamada, el delincuente capturado robando un estéreo, el lavador de carros que visita barandilla todos los fines de semana y lo toma con total naturalidad.

Yo había sido capturado violando el Bando de Policía y Buen Gobierno de la ciudad. A veces no es buena idea caminar cerveza en mano por la zona más populosa y plagada de agentes policiacos.

Afuera, un amigo, al que recién conocí en el bar, hacía el trámite para mi liberación.

La oscuridad y la inmundicia de las celdas afectaba el ánimo de los presentes, hasta de los guardias. De todos excepto uno: un joven cabeza rapada que fumaba Delicados y contaba chistes para si mismo.

“¿Por qué te agarraron?”, le pregunté para matar el tiempo. “No me agarraron. Yo me entregué. Aquí es el único lugar donde estoy tranquilo”, dijo mientras se levantaba la camiseta tirahuesos y en la semioscuridad se apreciaban dos tatuajes y varias cicatrices, hechas con armas punzocortantes, que presumía con orgullo.

“Me han picado seis veces. No quiero salir, porque el siete es mi número de la suerte.”

VI. Explosiones en el cielo.

Todo mundo hablaba de las luces que se habían visto en el cielo la noche anterior. En realidad fueron pocos los que las observaron, pero la mayoría lo comentaba como si hubieran sido testigos presenciales, como un hecho irrefutable.

Eran dos pares de tres luces muy brillantes, en el este, como a eso de las dos de la mañana. Se encendían aleatoriamente, pero algunos aseguraban que había un patrón.
Las teorías no se hicieron esperar: naves extraterrestres, satélites espía del gobierno de Estados Unidos, un mensaje del dios de los cristianos a su pueblo, seres de otra dimensión queriendo comunicarse con nosotros, visitantes del futuro.

La verdad la conocía solamente Felipe Romero, un experto en iluminación y aficionado a los globos aerostáticos que padecía un severo problema de insomnio.

Pero nadie le preguntó a él.

VII. Motorola.

Perdí mi celular en situaciones extrañas que no quiero, o no puedo, recordar. Estar incomunicado me alejaba de la sociedad, por lo que era necesario hacerme de un nuevo equipo.

Eran tiempos de crisis y sólo contaba con 300 pesos. Justo lo que costaba el Motorola 300e. Pesaba casi medio kilo y era el claro ejemplo de lo que se denomina ladrillo. Al verlo, un conocido me comentó que ese modelo era el que utilizaban los narcos en la sierra norte de Sonora, debido a que eran ilocalizables, tenían excelente recepción de señal y servían como scanner.

Hice la investigación correspondiente y en internet encontré la clave. Tras una serie de números pulsados, podías escuchar conversaciones ajenas, a veces aleatorias, a veces cercanas. Vouyerismo telefónico durante horas, días, imaginando los rostros de los interlocutores.

En una de las llamadas que escuché, una mujer que con voz quebrada le decía a otra: ”Habla Marielos, una amiga tuya me dio tu número. Hace mucho que te estoy buscando. Soy tu mamá.”

VIII. Wild Pitch.

Era la novena entrada, los Naranjeros perdían ante los Yaquis en el séptimo juego de la semifinal. El estadio estaba lleno de

Bateaba el equipo local, era el momento decisivo del juego. El pitcher de Obregón era un sujeto de baja estatura y una pronunciada panza de borracho. La expectación, incertidumbre y esperanza de los aficionados se tornó en un nervioso silencio.

“Dame el altavoz”, le dije a un sujeto que lo usaba para decir peladeces a las mujeres. Apunté la bocina hacia el lanzador y comencé a decirle ofensas: “Pareces perro parado. Llamen a la partera, el pitcher trae cinco de dilatación.”

El pelotero comenzó a desconcentrarse y lanzar las peores bolas de su vida. Esa noche ganó mi equipo y terminó la carrera del serpentinero panzón.

IX. Microbús.

La conocí en la preparatoria. Sus ojos eran verdes aceitunados, le gustaba hablar de figuras decorativas artesanales. Caminábamos largas distancias porque odiaba usar el transporte público y coleccionaba piedras que encontraba en la calle.

La último que supe de ella fue que, antes de ser identificado, su cuerpo estuvo en la morgue tres semanas. Murió atropellada por un microbús en la Ciudad de México.

X. Banqueta Gourmet.

Buscábamos un lugar barato para desayunar. En una banqueta encontramos a un sujeto con una canasta vendiendo tacos y burritos. Bajamos del auto, eramos tres, y pedimos alimento.

La carne no tenía el sabor que uno acostumbra paladear, era dulce, tierna, e incluso el color era distinto a lo normal. La incertidumbre me llevó a comer sólo un taco, mientras mis amigos se atascaban de toda la variedad que el hombre de bigote ofrecía.

Pagamos. El taquero dijo que iría por feria al interior. Fumaba un cigarrillo cuando me percaté del lugar al que entró y que era el otro negocio del sujeto. Un discreto letrero anunciaba: “Veterinaria Martínez. Especies pequeñas.”

Misteriosamente, esos tacos no duraron más que unos cuantos días.

XI. Dama de Honor.

Pasé por ahí como a las nueve de la mañana. El lugar parecía haber sido un escenario de guerra, un desmadre de botes vacíos de cerveza, sillas tiradas, charcos, basura por toda la casa.

La habitante del lugar, una mujer de 21 años, estudiante universitaria, trataba de recapitular lo sucedido mientras vivía una horrible cruda.

Todo era científicamente explicable, excepto la identidad de la morra que estaba dormida en el sillón. Usaba vestido de noche y zapatillas. Roncaba.

Esperamos a que despertara, incluso hacíamos ruidos para ver si se levantaba y nos revelaba el misterio del ramo de novia que abrazaba.

Pasaron los minutos, hasta que despertó, volteó hacia todos lados y antes de que pudieramos decir una sola palabra, abandonó el lugar.

XII. Mirada de Mujer.

La música era tan alta que atrofiaba todos los sentidos. Decenas de borrachos observaban a mujeres bailar frenéticamente con rock de los noventa y luego desnudarse al ritmo de melodías lentas.

Había perdido en el billar y sólo me quedaba estar ahí sentado mientras los demás jugaban, cerveza en mano viendo las danzas femeninas y escuchando los improperios de los ebrios que se gastaban dinero que luego les reclamarían sus esposas.

Fue entonces que subió. En la semioscuridad del sitio creí que la vista me engañaba, pero luego comprobé que era la teibolera más exótica que he visto. No era extranjera, ni muy voluptuosa. Buena pierna, senos amigables, cabellera un poco rubia, piel clara. Una mujer estándar para el negocio, excepto por un sorprendente detalle: era bizca.

Su estrabismo era pronunciado, pero no se intimidaba en sus movimientos y lanzaba miradas perdidas y sonrisas amistosas hacia donde había grupos de personas. Culminó su rutina. No recuerdo cómo eran sus pezones, pero sus ojos eran inolvidables, el ojo izquierdo cargado hacía el centro. Cuando pasó cerca de mí, me sonrió.

Nunca supe si ella creyó que yo tenía un gemelo.

XIII. El Milagro Secreto.

Había llovido, algo raro en esta calurosa ciudad, ese día regresaba a casa en bicicleta y atravesé charcos y corrientes acuosas en las calles. Mis tenis quedaron empapados.

A la mañana siguiente, noté una sensación extraña en la planta del pie derecho. Era una especie de cosquilleo que me hizo revisar la parte más baja de mi cuerpo.

Había una mancha oscura, mohosa, como un lunar. Tras unos segundos de observación detenida vi su verdadera forma, era una silueta de la Virgen de Guadalupe. Era perfecta. Su rostro, su vestido, su rostro moreno.

Entonces ocurrió el milagro: el antimicótico actuó de manera inmediata y al día siguiente la figura desapareció.