11.07.2012

Rieles


Soy de la generación que conoció los trenes. Cuando era niño, me entusiasmaba viajar, no por los destinos, sino por subirme a esa imponente máquina donde uno podía recorrer de punta a punta observando a la gente y escuchando el sonido del metal sobre los rieles.

Nunca pedía juguetes a mis padres, ellos decidían, no sé si batallaban para elegir qué regalarme en mi cumpleaños y otras fechas del calendario de regalos. Lo común era que me comprarán música, discos de vinil y de colores con música para niños.

Pero hubo un momento, no sé si fue Navidad, mi cumpleaños o simplemente un gran día, que llegó mi padre con una caja. No tenía moño ni estaba envuelto en papel colorido. Era un tren. Locomotora, tres vagones y el cabús. Decenas de tramos de vías que armé y desarmé durante miles de horas. Formaba nuevas rutas, fabricaba túneles con cajas de zapatos, paisajes con sillas, sillones, y cualquier objeto presente en la casa.

El tren no era un juguete, era el motivo para construir la ciudad, el campo y lugares fantásticos en los que gatos gigantes ponían en riesgo la vida de pasajeros, que junto a mí, siempre viajaban gratis en el ferrocarril.

No sé cuál fue el último destino de ese tren, desapareció como sus similares de cientos de toneladas.

Hoy ya no venden trenes de juguete, como si alguien quisiera borrarlos de nuestras memorias.

*Originalmente lo publiqué en el Taller Sabatino.