10.02.2010

De la borrachera de aquel viernes.

De lo único que estoy seguro es de que era viernes. Mis intenciones eran buenas, algo tranquilo y a dormir. Salí del trabajo, sin plan y con la intención de tirar hueva. Pero mi roomie me notificó que teníamos invitaciones de Vice a no se que puta fiesta, pero que era barra libre de vodka. Ya había plan.

La hueva de salir a comprar alcohol para hacer tiempo nos hizo tomarnos un ron de bajísima calidad mezclado con un insípido té helado que estaba caliente.

Después de cinco o diez tanques fuimos al Imperial, lugar considerado nido de hipsters, aunque nadie en el mundo acepte ese adjetivo como propio. Atravesamos la Condesa, para mí fueron horas, y llegamos al lugar donde el vodka de alguna pinche marca con nombre ruso hizo su trabajo y en cuestión de unas horas nos puso en estatus de borrachera decente.

Tocaron los Black Lips, una bandita que te hace sentir en un ambiente 1995. Al final de la fiesta andaba pedísimo pero contento, buenas amistades y hasta saludé a una de esas nalguitas que siempre traes entre ojos.

A las 2 de la mañana cualquier persona decente decide irse a dormir, pero no se a quién se le ocurrió la gran idea: "Vamos a Garibaldi". De inicio piensas: "chiiingas a tu madre", pero ahí vas. Borrachos, caminamos responsablemente para ir por un carro y que comenzar la irresponsabilidad.

Ahora entiendo por qué José José vivía en un taxi en Garibaldi y nunca se quería ir. La plaza es un vómito festivo donde no hay nada más democrático que andar con los sentidos atrofiados.

Los vendedores de cerveza que trabajan impunemente para gloria de los alcohólicos, las putas que cobran y las que no, los adolescentes en bicicleta que te comparten de su hachís... todos es una fiesta que nunca termina y nadie sabe cuándo empezó.

Una mujer horrible bailaba con un sujeto que evidenciaba su incomodidad. Se me acercan y él me la avienta como una pieza de ropa: "baila con ella".

Era chaparra, blanca y con el cabello desteñido, me contaba que en dos semanas iba a casarse. Yo le decía que no lo hiciera, que el matrimonio es absurdo. El conjunto musical intentaba fallidamente tocar rolas del norte de México. Yo intentaba adivinar la canción cuando la mujer me agarró con fuerza las nalgas y me dijo: "Llévame a tu cama". No escapé en ese instante porque la risa no me lo permitía, mientras veía a mis amigos reír por la situación y a los amigos de la futura desposada tomar fotos con sus celulares y exigir a gritos: "¡Beso, beso!". Sí, la besé. Pero, así nomás, mi lengua tiene gustos más finos.

Cuando pude salir de la trampa para osos que haría infeliz a alguien dos semanas después, regresé con mis amigos, siempre pendiente de no voltear a ver a la dama que buscaba con urgencia saciar sus fantasías una vez más antes de casarse.

De pronto, estábamos en uno de los peores lugares de la Ciudad de México, le llaman el 33, o no sé que pinche número, sentados alrededor de una mesa mientras un travesti horrendo se contoneaba tratando de elevar la líbido de los teporochos.

Mis amigos felices en sus ritos homosexuales de siempre. Mis sentidos, perdidos. En la mesa de enseguida un hombre y una mujer en una ruda competencia por llevarse al colchón a una morra de ojos grandes, a quien su borrachera no le permitía ver claro qué carajos estaba ocurriendo.

Esa noche, el sujeto, calvo y malencarado, y la lesbiana, ruda como luchadora de la CMLL, aprendieron la lección: no perder el tiempo peleándose por una mujer porque luego llega un borracho bien intencionado y se las roba.

9.29.2010

Sobre el olor de la Ciudad de México.

"Huele a una mezcla entre maíz y drenaje", fue mi primera impresión del Distrito Federal.

Análisis acertado pero que se queda corto, la capital mexicana es una mezcla de aromas indescriptibles que invaden las fosas nasales, algunos de formas suaves, otros, de maneras brutales.

En la calle olemos lo que no vemos, las sobras de lo que estuvo allí, los residuos del perro, la fuga de drenaje que se secó y se convirtió en partículas de polvo. Nos respiramos unos a otros, el sudor, el humo del cigarro que ya contaminó los pulmones del prójimo, los gases contaminantes de los automóviles... Elementos que en su conjunto crean el perfume de la ciudad.

Tal vez el olor más característico del monstruo urbano es el que se percibe en los alrededores de las estaciones del metro. Decenas de negocios informales donde, además de vender piratería, se cocinan tacos de pastor, suadero y longaniza, sopes, hamburguesas y sushi, junto a el humo directo de los automóviles, sudores de indigentes y fugas de drenaje.

La combinación del maíz con las esencias humanas, animales y automotrices es el aroma distintivo de la capital mexicana. Y parece que hasta es agradable, si no, nadie comiera en esos lugares o al menos le sacarían la vuelta. Pero los tacos junto al metro siempre tienen clientela.

Dentro del metro, el olor agrio de un viernes a las seis de la tarde es, para los no iniciados, impactante. Cientos de personas sudorosas apretujándose unas a otras al ritmo de los mejores éxitos del rock en español o toda la colección de Juan Gabriel en formato MP3, a la venta por sólo diez pesos. Todos van del trabajo a su hogar, oficinistas revueltos con obreros de la construcción, pegados unos a otros, respirándose.

La primera vez que experimentas el olor del metro congestionado es inolvidable y quisieras que fuera irrepetible, pero el cuerpo humano es chingón y en dos o tres viajes más tu cabeza aprende a bloquear el aroma de los jugos que brotan de las glándulas sudoríparas de otras personas.

Para la tercera o cuarta vez, el cerebro asimila los olores y hasta le pierdes el miedo a los tacos de afuera de la estación del metro.

9.28.2010

De cuando vine al DF por segunda vez.

*Esta historia es la reedición de una carta.

Ciudad de México, construida sobre las ruinas de sí misma, donde los edificios se inclinan sobre las pirámides en las que reposan. 

El olor a maíz, alcantarilla y sudor de turista. Era un sábado, mi equipaje consistía de dos cambios y medio, tortillas, carne seca, una hielera con queso y chiles verdes cortados y congelados. Un Kafreeze, bebida fría característica de Hermosillo en el thermo mejor cuidado del vuelo 2451 de Interjet. 

Un par de sujetos con aspecto pocho esperaban sus maletas en la banda 5 del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, uno no soltaba un pequeño perro gris de yeso que tenía unos tenis muy bien detallados. Al estirarse por su maleta verde, se le cae y el perro se destroza mostrando sus víceras: billetes y monedas que acabalaban unos dos mil pesos, los cuales juntaron y echaron rápidamente en una mochila. 

En la sala A, estaba ella, con su cabello desparpajado, sentada en una banca de metal, acompañada por un bote de Tecate roja. Intencionalmente miraba al piso, como esperando escuchar algo. Disfrutó su Kafreeze como alguien sediento de venganza. 

Yo regresaba por mi propia venganza. Segunda vez en la ciudad, esta vez cambiaría el asombro por la bravuconería. 

Subimos al metro, al vagón N.1234, una señal de que la ciudad se alineaba ante mí. Bajamos del metro, era cerca de Bellas Artes, una manifestación contra el alcalde Marcelo Ebrard que respetaba los semáforos y proclamaba, con letreros perfectamente impresos, reclamos políticos que ellos mismos desconocían. Con tambores bailaban al ritmo que la roja les indicaba.  Trolebuses verdes, que parecían juguetes gigantes, recorrían la calle, peatones luchaban contra automovilistas. 

Caminamos buscando la Plaza de la Tecnología. Yo esperaba llegar al Sillicon Valley del DF. Vendedores proclamaban alabanzas a Corel, Windows, y programas para Mac. Encontramos templos computacionales apócrifos antes de llegar al bueno. Era un tianguis de hardware y software, barato, indiscreto y desconfiable. Un abanico nos refrescaba, un empleado lo movió celosamente para quitarnos el placer de la frescura, pero falló en su intento. 

Vayamos por una cerveza. Centro Histórico, gente caminando en paralelo, pocas personas se miran a los ojos. 

Salón Victoria, donde bebí lo que alguna vez consideré una aberración: mezcla de cervezas de barril, clara con oscura, en una copa chabelera que llamaban bola,. Un desayuno, tres tacos al pastor. El lugar me recordó que los baños de esos lugares, cuando hay, están lejos y siempre hay que subir escaleras. 

A otra cantina. Caminamos por esas calles donde alguna vez circularon carros y ahora son de la exclusividad del turista, principalmente de los que viajan en racimos. Otra cerveza. 

Alguien con disfraz de Depredador, tal como lo vimos cuando casi le ganó al ahora Gobernador de California (y también a Danny Glover, aunque sí le partió en su madre al negro de Rocky y a María Conchita Alonso) nos deslumbró con la belleza de sus detalles que sólo un fanático, absurdamente obsesionado, conseguiría presumir. 

Los hombres que se caracterizan y permanecen quietos por una moneda. La anciana que se camuflajeaba con un pequeño árbol. 

La siguiente cantina estaba cerca del Zócalo, tranquila, con baños sin agua corriente, vasijas para escupir y una máquina registradora funcional que correspondía a la edad del anciano que atendía la barra. El viejo mostraba en su mirada que tenía más historias interesantes que la Wikipedia.

En algún momento, ella mencionó el Dos Naciones, un lugar donde después de consumir tres cervezas podías comer lo que quieras de un menú exótico y las ficheras bailaban contigo por algunos pesos. Recorrimos las calles, tal vez viajábamos en círculos. Cuando sentimos que nos alejábamos del radio alcoholimétrico regresamos.

Encontramos El Gallo de Oro, lugar con un baño espectacular: dos mingitorios altos, llenos de hielo, decorado con hermosos azulejos colocados con perfecta asimetría.

Caminamos de nuevo. Buscando la nada, encontramos el Dos Naciones, era algo predestinado. Al segundo piso. Oscuro, mala muerte. Museo de la cerveza y arrabal. Un hombre gastaba su quincena invitando tragos a dos mujeres que le acercaban su rostro y lo hacían sentir deseado, a un costo que le llegaría más tarde en su cuenta.

Tres cervezas cada quien, hora de comer. Mole de olla, amarillo oaxaqueño, el cual no es amarillo y probablemente no es de Oaxaca, pero es delicioso. La mesera cubana, de más de sesenta años y con una historia en cada rulo de su cabello en forma de afro natural. No podía bailar para no afectar las ganancias de las otras ficheras. O tal vez sólo bailaba de noche.

La rockola. La insistencia de que si estábamos allí, teníamos que bailar. Se llamaba Claudia, su blusa rosa y una minifalda negra entallada, zapatillas negras, mirada cansada, piel áspera y una actitud de perfecta aceptación sobre su rol social. Le dije la verdad: no sé bailar, y se esmeró en enseñarme la famosa vuelta de las cumbias chilangas. Me dijo: "Tienes cara de que tienes muchas novias", y fingió interés por la ciudad de la que yo provenía.

Caminamos rumbo al Zócalo. La calle era como un hormiguero justo cuando empieza la lluvia. Muchos policías. Caminamos por Madero. Las calles olían a maíz, mugre y perfumes. 

La hielera ya no estaba fría, el queso exigía pronta refrigeración, viajamos en el metro.

El departamento había cambiado respecto a la vez anterior, ahora una pared asombrosamente decorada daba privacidad al inquilino que se dedica a la música. Además de los habitantes regulares había dos mujeres con las que no crucé palabras y de las que vagamente recuerdo sus rostros, mucho menos sus nombres.

De regreso al metro y al Pasagüero, el Centro Histórico cambia su rostro por las noches, me han dicho que es cuando salen miles de las millones de ratas que habitan los desagües del lugar.

El bar poco a poco se fue llenando de jóvenes de aspecto yuppie cuyas conversaciones indicaban que lo que menos les importaba era divertirse. Cerveza. Más cerveza.

En algún momento, decidimos abandonar el lugar, tomamos un taxi en una calle cercana. El chofer era un señor que se preocupaba por las actitudes de su hija y a quien le dijimos que nada podía hacer, ella encontraría el camino hacia la vagancia.

Fuimos al Oxxo por tres caguamas, una raíz se interpuso en mi camino y el exceso de malta y los canabinoides me hicieron acercarme brutalmente a la tierra. Una botella perdió la vida. Un raspón en el hombro de mi acompañante.

Por la mañana sacamos a Once Marintia, la bici, caminamos en busca de una pareja de dos rueda. Hicimos una parada en las garnachas del Parque España. La mujer concentrada en su actividad colocaba maíz, hongos, pollo, queso, sobre las tortillas azul marino. 

Vayamos por una bici. Después de seguir indicaciones llegamos a un puesto de préstamo de bicicletas, era del Gobierno del Distrito Federal, los requisitos eran absurdos: dos identificaciones vigentes y un teléfono al que marcaban para corroborar que uno no es un fantasma. Negativo. Pasamos por un parque donde pasean perros y por otro donde pasean niños.

Mejor en Bici. Había leído sobre ellos, te prestan una bicicleta con sólo dejar una identificación y un depósito reembolsable de 200 pesos. Una pareja de enamorados estaba en la lista de espera, para su mala suerte sólo llegó una bicicleta y su amor sobre ruedas tuvo que esperar más minutos que el mío.

Rodamos por Paseo de la Reforma, de mis zonas favoritas de la ciudad. Mi bici era un comercial ambulante de Jumex, el precio de la gratuidad, y estaba jodida como una mujer víctima de violencia intrafamiliar.

Rodar y rodar. En algún punto la calle más bonita del país se torna fea, llegamos a un tianguis famoso. La Lagunilla. Sale en películas, telenovelas, libros, noticias, pero nada muestra lo que supuestamente se siente estar, ver, oler y beber en la Lagunilla. 

Lo primero que percibes es que, si te apendejas, es un lugar inseguro. Cientos de puestos, carpas, chácharas, jabones, pedacería, películas pirata, muebles... Un chingo de cosas, pero lo que nunca te esperas son los puestos de micheladas. Caguamas de distintas marcas, preparadas con clamato, chamoy, salsas, chile, en un vaso que se convierte en un gran acompañante para recorrer el lugar y someter la cruda.

Una de las ramas de la Lagunilla es el mercado de antigüedades, donde venden objetos insolentemente inútiles pero que hacen gozar los egos y tapar los huecos por donde se fuga la autoestima. Hay genialidades, aberraciones y absurdos, pero no hay reliquias que pasen desapercibidas.

La plaza Garibaldi es muy pinche. Rodeada de cantinas, tiene un área techada donde decenas de mariachis venden su talento musical a ebrios y familias turistas. Gorreamos acordes, simulando que no poníamos atención. 

Había que regresar la bici antes de las cinco, si no lo hacíamos perdería mi credencial de elector, 200 pesos, y tal vez algún sicario de Jumex me buscaría hasta encontrarme para darme tehuacanazos con jugo de durazno.

Subimos Paseo de la Reforma, llegamos justo a tiempo al parque de la Condesa donde una sensual mujer enseñaba a un grupo de parejas a bailar tango y los perros se bañaban en las fuentes.

Coyoacán. Tengo muchos amigos que al pensar en el DF inmediatamente gritan: ¡Coyoacán! Durante muchos años me preguntaba qué diablos había en el famoso lugar que tanto hipnotizaba a mis conocidos. Lo supe una tarde de domingo. 

Coyoacán tiene todo lo que mis amigos con cierto perfil siempre han soñado: músicos ambulantes cantando a Silvio Rodríguez y otras rolas que siempre suenan en el Pluma Blanca, un tianguis culturero, arquitectura agradable, y un chingo de hippies. Está bonito, pero no es la gran cosa.

Después de un recorrido por los barecitos de Coyoacan y un par de tatuajes de hena, que se pronuncia Jana, de acuerdo a Draco el tatuador que llama elegantemente Diurex a la vulgar cinta transparente, tomamos un microbús rumbo a metro Copilco.

El chofer me dio una lección de humildad por no darle las gracias por perdonarme cincuenta centavos y puso su música a todo volumen. La oscuridad del vehículo y los beats prendieron el ánimo de una mujer de unos 35 años, que tenía una voz similar a la de aquella conductora que salía con Videgaray en un programa matutino. Nos unimos a su fiesta y el camioncito se convirtió en el transporte público más festivo de la ciudad: PartyBus. El chofer tenía espíritu de DJ y ambientó perfectamente el baile que se desarrollaba con una mano en el tubo donde nos sosteníamos.

Metro, otra vez. Luego de unos minutos en el depa, regresamos al Oxxo por unas cervezas para rematar el día. 

A la mañana siguiente viajamos por metro, luego en camión a una zona de edificios elegantes donde cruzar la calle es una aventura tardada y con riesgos. Me dijo dónde comprar las alegrías más ricas y se despidió con un "Chao". La vi alejarse. Nunca voltea atrás.

Mi plan para esa mañana de lunes era visitar el Museo Nacional de Antropología, para confirmar el verdadero tamaño del Calendario Azteca. Fail. Los museos de la Ciudad de México cierran los lunes, me informó la vigilante de la entrada.

Al Centro Histórico, algo habrá que ver. En el Zócalo fumé un cigarrillo y entré a una exposición sobre dinosaurios, en la que figuras gigantes hechas de fibra de vidrio daban una dimensión real del verdadero tamaño de los reptiles gigantes que Steven Spielberg nos ha desvirtuado.

Caminé por el centro, bebiendo un frappé de cafeína con amaretto. Llegué a Bellas Artes donde un grupo de ecuatorianos se maravillaba con la ciudad. Lástima que no los llevaron a la Alameda, donde los vendedores ambulantes ofrecen toda clase de piratería y productos exóticos. DVDs sobre yoga, música, películas, cada puesto especializado en un tema. Collares, aretes, figuritas, a precios ridiculamente bajos.

Llegué temprano al aeropuerto, pude recorrer la Terminal 1 y maravillarme con su espíritu del consumo inmediato. El vuelo a Hermosillo estaba completamente abarrotado, mi lugar estaba entre un sujeto que no se cansaba de llamar a su madre y una señora que se esforzaba inutilmente por platicar conmigo.

Despegamos y el avión hacía sonidos extraños, como si regurgitara. No era normal, dimos dos vueltas a la ciudad y regresamos a la terminal. El capitán mintió diciendo que había que revisar una puerta mal cerrada. Los comentarios de los pasajeros iban de la incredulidad a las teorías de la conspiración, pasando por el miedo a que se estrellara.Seguramente nadie había visto Lost.

Estuvimos varados una hora. Encendí mi robot móvil y el gerente de un famoso equipo de beisbol de Hermosillo, que viajaba al otro lado del pasillo, me vio y dijo en voz alta: No se deben prender celulares porque puede explotar el avión. Despegamos de nuevo, el ruido seguía existiendo pero era menor.

Nada más tranquilizante que una cerveza bien helada a 11 mil metros de altura. 

Epílogo. 
-¿A cómo vende la alegría? 
-A siete pesos.


9.27.2010

De cuando me quedé dormido en el tren suburbano.

Habían pasado menos de dos semanas desde mi llegada a la Ciudad de México. Uno de mis objetivos iniciales era conocer el mayor número posible de zonas, utilizando el sistema de transporte público. Ya dominaba el Metrobús y el metro, cuando me enteré de la existencia del tren suburbano.

Se trata de un ferrocarril que sale del norte del Distrito Federal y recorre seis estaciones hasta llegar a Cuautitlán, Estado de México.

El tren es muy bonito, amplio y de colores agradables. Para viajar, uno está obligado a comprar una tarjeta electrónica que registra la entrada y salida de los andenes. El costo depende de la distancia recorrida, con un máximo de 13 pesos en la ruta más larga.

Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando me subí en la estación Buenavista, una terminal nueva y limpia, algo raro en la capital del país. El recorrido por Fortuna, Tlalnepantla, San Rafael, Lechería, Tultitlán y hasta Cuautitlán, es meramente rural.

La zona está plagada de paisajes solitarios, en los que de pronto se atraviesan fábricas o asentamientos suburbanos.

El sonido del tren sobre las vías hace inevitable sentir la nostalgia de cuando en este país había trenes de pasajeros, como aquel que recorría toda la costa del Pacífico, y que el presidente Ernesto Zedillo consideró un estorbo para el libre traslado de mercancías. Los trenes públicos desaparecieron y las vías férreas ahora son exclusividad de Ford y Cemex.

El viaje duró un poco más de 40 minutos. Caminé brevemente por la última estación y decidí que lo sensato era regresar de inmediato.

A diferencia del traslado de ida, ahora los vagones estaban completamente vacíos. Están articulados, por lo que se podía observar que viajábamos menos de cinco personas dentro del gusano de acero.

El sonido del tren sobre las vías y el paisaje digno de un video de Sigur Rós, sumado a un bello atardecer despejado, adormecieron mis sentidos. Totalmente.

De pronto, desperté. El tren estaba estacionado en uno de los andenes de la estación Buenavista. El interior y el exterior del tren: solitarios.

Intenté abrir las puertas, nada. Presioné un botón rojo que supuestamente es para pedir ayuda en las emergencias, nada. Recorrí los cinco o seis vagones asomándome por las ventanas. Se veía gente, pero lejos.

Eran como las siete de la tarde, mi tren ya estaba estacionado y probablemente volvería a funcionar hasta la mañana siguiente.

Tras varios minutos, cierto grado de nerviosismo y/o desesperación es inevitable. Recorrí los vagones una vez más. Y otra vez. Golpeaba las ventanas. Nadie.

En estos casos, siempre hay un momento en que asimilas la fatalidad. "Pues, si no salgo, aquí duermo y en la mañana que funcione el tren, me voy". Aceptas tu destino. Luego regresa el espíritu que busca la libertad.

¿Por qué no le llamé a alguien? Porque mi teléfono estaba descargado.

No supe si pasó una hora o dos. Incluso me recosté un rato en los asientos del vagón. Fue entonces que un conserje pasó cerca. Me vio dentro del tren, su cuerpo hizo expresiones de susto y de duda sobre qué hacer. Me pregunté qué tan común es que alguien se quede encerrado.

El hombre de la limpieza me hizo señas de que esperara, con una actitud como si se estuviera incendiando el vagón. Salió corriendo. Minutos después, llegó el conductor del tren y recuperé la libertad.

Epílogo.
Ese tren nunca pitó.

9.26.2010

De cuando la tecnología asustó a dos policías.

Era la semana de la celebración del Bicentenario, como a las cuatro de la mañana, en el límite que separa la Condesa de la Escandón. La borrachera había estado buena. En el taxi llevaba una cerveza de las que amablemente venden con ilegalidad en Plaza Garibaldi.

Una breve conversación en el exterior de un edificio y me despedí de mi compañera de parranda. Dejé el vaso con media cerveza junto a la basura y procedí a caminar rumbo a mis dominios, a unas siete cuadras de distancia. Andaba borracho, pero aún con buen sentido de orientación.

De pronto, llega una patrulla, se baja un policía y me dice: "Estabas tomando, te vimos dejando a tu noviecita." Le aclaré que difícilmente podría comprobar que estaba ingiriendo, porque ya andaba borracho y le había parado a la peda desde hacía un buen rato. Además de que no caminaba por la calle con alcohol en la mano.

Insistió y me hizo regresar por la bebida, con la que me acusaría ante las autoridades competentes. Me invitó a subir a la patrulla y dijo que me llevaría al "Torito". El vehículo comenzó a moverse y el policía cambió su actitud a la de pedir mordida, mientras yo intentaba escribir en mi Blackberry.

-¿Cómo te llamas?
-No les voy a decir mi nombre y no les voy a dar ni un pinche peso.
-Tienes que darnos tu nombre.
-Si quieren saber mi nombre, lo escucharán cuando me remitan en el Torito. Pero ustedes sí están obligados a darme el suyo, oficiales.
-¿Para qué quieres saber?
-Porque en este momento voy a tweetear que me llevan al Torito con argumentos muy pobres para detenerme, con mención a la cuenta de PolicíaDF. Así que por favor díganme sus nombres, los dos.

Para mi sorpresa, cuando los policías escucharon que iba a tweetear cambiaron totalmente su actitud, a una mezcla de coraje y nervios. Me dijeron que no me pusiera en ese plan y que no iban a decirme sus nombres. Respondí que no había problema, que tendrían que darlos cuando me remitieran.

La patrulla se detuvo. Se bajó el conductor, abrió la puerta y me dijo que me bajara. A mitad de la banqueta en actitud de furia comenzó a gritarme que no me convenía esa actitud y que no son las formas. Envalentonado por la borrachera que traía encima, le respondí del mismo modo, hablando fuerte y con lenguaje altisonante: "Si me van a llevar, llévenme de una pinche vez, ya quiero saber sus pinches nombres."

La furia del jenízaro era tal, que yo estaba esperando que me soltara varios chingazos, mientras me gritaba de cerca. Pero un borracho profesional siempre se mantiene de pie, con la frente balanceándose.

Me preguntó dónde vivo. "¿Qué te importa dónde vivo?". Ya no había marcha atrás a ponerse al brinco. "O me llevas y lo tweeteo, o me dejas ir ahí muere", ofrecí un trato al policía. Sin agregar palabra, se subió a la patrulla y emprendió la marcha, no sin antes que el otro bajara el vaso de cerveza.

Se fueron y caminé a mi departamento. Entonces sí me iba pisteando la evidencia con la que pretendían encarcelarme.

Epílogo.
Mi Blackberry siempre estuvo sin batería.

Retro.

Mantener un blog, como si estuviéramos diez años en el pasado.