Los vagones del metro son enormes cajas de indiferencia. Espacios móviles que de lunes a viernes son silenciosos, nadie habla, a excepción de los vendedores que gritan.
Las personas viajan a sus trabajos u hogares tratando de no pensar en la demás pasajeros, aún y cuando se respiren el aliento a quince centímetros entre cara y cara.
Alguien puede caerse, desmayarse, vomitar, pelearse a golpes con otro y la gente será sólo espectadora pasiva del espectáculo de la vida diaria.
El escenario se ve distinto los fines de semana, a partir del viernes por la noche los vagones son una mezcla de decenas de conversaciones de personas que ahora sí sonríen.
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