9.27.2010

De cuando me quedé dormido en el tren suburbano.

Habían pasado menos de dos semanas desde mi llegada a la Ciudad de México. Uno de mis objetivos iniciales era conocer el mayor número posible de zonas, utilizando el sistema de transporte público. Ya dominaba el Metrobús y el metro, cuando me enteré de la existencia del tren suburbano.

Se trata de un ferrocarril que sale del norte del Distrito Federal y recorre seis estaciones hasta llegar a Cuautitlán, Estado de México.

El tren es muy bonito, amplio y de colores agradables. Para viajar, uno está obligado a comprar una tarjeta electrónica que registra la entrada y salida de los andenes. El costo depende de la distancia recorrida, con un máximo de 13 pesos en la ruta más larga.

Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando me subí en la estación Buenavista, una terminal nueva y limpia, algo raro en la capital del país. El recorrido por Fortuna, Tlalnepantla, San Rafael, Lechería, Tultitlán y hasta Cuautitlán, es meramente rural.

La zona está plagada de paisajes solitarios, en los que de pronto se atraviesan fábricas o asentamientos suburbanos.

El sonido del tren sobre las vías hace inevitable sentir la nostalgia de cuando en este país había trenes de pasajeros, como aquel que recorría toda la costa del Pacífico, y que el presidente Ernesto Zedillo consideró un estorbo para el libre traslado de mercancías. Los trenes públicos desaparecieron y las vías férreas ahora son exclusividad de Ford y Cemex.

El viaje duró un poco más de 40 minutos. Caminé brevemente por la última estación y decidí que lo sensato era regresar de inmediato.

A diferencia del traslado de ida, ahora los vagones estaban completamente vacíos. Están articulados, por lo que se podía observar que viajábamos menos de cinco personas dentro del gusano de acero.

El sonido del tren sobre las vías y el paisaje digno de un video de Sigur Rós, sumado a un bello atardecer despejado, adormecieron mis sentidos. Totalmente.

De pronto, desperté. El tren estaba estacionado en uno de los andenes de la estación Buenavista. El interior y el exterior del tren: solitarios.

Intenté abrir las puertas, nada. Presioné un botón rojo que supuestamente es para pedir ayuda en las emergencias, nada. Recorrí los cinco o seis vagones asomándome por las ventanas. Se veía gente, pero lejos.

Eran como las siete de la tarde, mi tren ya estaba estacionado y probablemente volvería a funcionar hasta la mañana siguiente.

Tras varios minutos, cierto grado de nerviosismo y/o desesperación es inevitable. Recorrí los vagones una vez más. Y otra vez. Golpeaba las ventanas. Nadie.

En estos casos, siempre hay un momento en que asimilas la fatalidad. "Pues, si no salgo, aquí duermo y en la mañana que funcione el tren, me voy". Aceptas tu destino. Luego regresa el espíritu que busca la libertad.

¿Por qué no le llamé a alguien? Porque mi teléfono estaba descargado.

No supe si pasó una hora o dos. Incluso me recosté un rato en los asientos del vagón. Fue entonces que un conserje pasó cerca. Me vio dentro del tren, su cuerpo hizo expresiones de susto y de duda sobre qué hacer. Me pregunté qué tan común es que alguien se quede encerrado.

El hombre de la limpieza me hizo señas de que esperara, con una actitud como si se estuviera incendiando el vagón. Salió corriendo. Minutos después, llegó el conductor del tren y recuperé la libertad.

Epílogo.
Ese tren nunca pitó.

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