10.02.2010

De la borrachera de aquel viernes.

De lo único que estoy seguro es de que era viernes. Mis intenciones eran buenas, algo tranquilo y a dormir. Salí del trabajo, sin plan y con la intención de tirar hueva. Pero mi roomie me notificó que teníamos invitaciones de Vice a no se que puta fiesta, pero que era barra libre de vodka. Ya había plan.

La hueva de salir a comprar alcohol para hacer tiempo nos hizo tomarnos un ron de bajísima calidad mezclado con un insípido té helado que estaba caliente.

Después de cinco o diez tanques fuimos al Imperial, lugar considerado nido de hipsters, aunque nadie en el mundo acepte ese adjetivo como propio. Atravesamos la Condesa, para mí fueron horas, y llegamos al lugar donde el vodka de alguna pinche marca con nombre ruso hizo su trabajo y en cuestión de unas horas nos puso en estatus de borrachera decente.

Tocaron los Black Lips, una bandita que te hace sentir en un ambiente 1995. Al final de la fiesta andaba pedísimo pero contento, buenas amistades y hasta saludé a una de esas nalguitas que siempre traes entre ojos.

A las 2 de la mañana cualquier persona decente decide irse a dormir, pero no se a quién se le ocurrió la gran idea: "Vamos a Garibaldi". De inicio piensas: "chiiingas a tu madre", pero ahí vas. Borrachos, caminamos responsablemente para ir por un carro y que comenzar la irresponsabilidad.

Ahora entiendo por qué José José vivía en un taxi en Garibaldi y nunca se quería ir. La plaza es un vómito festivo donde no hay nada más democrático que andar con los sentidos atrofiados.

Los vendedores de cerveza que trabajan impunemente para gloria de los alcohólicos, las putas que cobran y las que no, los adolescentes en bicicleta que te comparten de su hachís... todos es una fiesta que nunca termina y nadie sabe cuándo empezó.

Una mujer horrible bailaba con un sujeto que evidenciaba su incomodidad. Se me acercan y él me la avienta como una pieza de ropa: "baila con ella".

Era chaparra, blanca y con el cabello desteñido, me contaba que en dos semanas iba a casarse. Yo le decía que no lo hiciera, que el matrimonio es absurdo. El conjunto musical intentaba fallidamente tocar rolas del norte de México. Yo intentaba adivinar la canción cuando la mujer me agarró con fuerza las nalgas y me dijo: "Llévame a tu cama". No escapé en ese instante porque la risa no me lo permitía, mientras veía a mis amigos reír por la situación y a los amigos de la futura desposada tomar fotos con sus celulares y exigir a gritos: "¡Beso, beso!". Sí, la besé. Pero, así nomás, mi lengua tiene gustos más finos.

Cuando pude salir de la trampa para osos que haría infeliz a alguien dos semanas después, regresé con mis amigos, siempre pendiente de no voltear a ver a la dama que buscaba con urgencia saciar sus fantasías una vez más antes de casarse.

De pronto, estábamos en uno de los peores lugares de la Ciudad de México, le llaman el 33, o no sé que pinche número, sentados alrededor de una mesa mientras un travesti horrendo se contoneaba tratando de elevar la líbido de los teporochos.

Mis amigos felices en sus ritos homosexuales de siempre. Mis sentidos, perdidos. En la mesa de enseguida un hombre y una mujer en una ruda competencia por llevarse al colchón a una morra de ojos grandes, a quien su borrachera no le permitía ver claro qué carajos estaba ocurriendo.

Esa noche, el sujeto, calvo y malencarado, y la lesbiana, ruda como luchadora de la CMLL, aprendieron la lección: no perder el tiempo peleándose por una mujer porque luego llega un borracho bien intencionado y se las roba.

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