9.28.2010

De cuando vine al DF por segunda vez.

*Esta historia es la reedición de una carta.

Ciudad de México, construida sobre las ruinas de sí misma, donde los edificios se inclinan sobre las pirámides en las que reposan. 

El olor a maíz, alcantarilla y sudor de turista. Era un sábado, mi equipaje consistía de dos cambios y medio, tortillas, carne seca, una hielera con queso y chiles verdes cortados y congelados. Un Kafreeze, bebida fría característica de Hermosillo en el thermo mejor cuidado del vuelo 2451 de Interjet. 

Un par de sujetos con aspecto pocho esperaban sus maletas en la banda 5 del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, uno no soltaba un pequeño perro gris de yeso que tenía unos tenis muy bien detallados. Al estirarse por su maleta verde, se le cae y el perro se destroza mostrando sus víceras: billetes y monedas que acabalaban unos dos mil pesos, los cuales juntaron y echaron rápidamente en una mochila. 

En la sala A, estaba ella, con su cabello desparpajado, sentada en una banca de metal, acompañada por un bote de Tecate roja. Intencionalmente miraba al piso, como esperando escuchar algo. Disfrutó su Kafreeze como alguien sediento de venganza. 

Yo regresaba por mi propia venganza. Segunda vez en la ciudad, esta vez cambiaría el asombro por la bravuconería. 

Subimos al metro, al vagón N.1234, una señal de que la ciudad se alineaba ante mí. Bajamos del metro, era cerca de Bellas Artes, una manifestación contra el alcalde Marcelo Ebrard que respetaba los semáforos y proclamaba, con letreros perfectamente impresos, reclamos políticos que ellos mismos desconocían. Con tambores bailaban al ritmo que la roja les indicaba.  Trolebuses verdes, que parecían juguetes gigantes, recorrían la calle, peatones luchaban contra automovilistas. 

Caminamos buscando la Plaza de la Tecnología. Yo esperaba llegar al Sillicon Valley del DF. Vendedores proclamaban alabanzas a Corel, Windows, y programas para Mac. Encontramos templos computacionales apócrifos antes de llegar al bueno. Era un tianguis de hardware y software, barato, indiscreto y desconfiable. Un abanico nos refrescaba, un empleado lo movió celosamente para quitarnos el placer de la frescura, pero falló en su intento. 

Vayamos por una cerveza. Centro Histórico, gente caminando en paralelo, pocas personas se miran a los ojos. 

Salón Victoria, donde bebí lo que alguna vez consideré una aberración: mezcla de cervezas de barril, clara con oscura, en una copa chabelera que llamaban bola,. Un desayuno, tres tacos al pastor. El lugar me recordó que los baños de esos lugares, cuando hay, están lejos y siempre hay que subir escaleras. 

A otra cantina. Caminamos por esas calles donde alguna vez circularon carros y ahora son de la exclusividad del turista, principalmente de los que viajan en racimos. Otra cerveza. 

Alguien con disfraz de Depredador, tal como lo vimos cuando casi le ganó al ahora Gobernador de California (y también a Danny Glover, aunque sí le partió en su madre al negro de Rocky y a María Conchita Alonso) nos deslumbró con la belleza de sus detalles que sólo un fanático, absurdamente obsesionado, conseguiría presumir. 

Los hombres que se caracterizan y permanecen quietos por una moneda. La anciana que se camuflajeaba con un pequeño árbol. 

La siguiente cantina estaba cerca del Zócalo, tranquila, con baños sin agua corriente, vasijas para escupir y una máquina registradora funcional que correspondía a la edad del anciano que atendía la barra. El viejo mostraba en su mirada que tenía más historias interesantes que la Wikipedia.

En algún momento, ella mencionó el Dos Naciones, un lugar donde después de consumir tres cervezas podías comer lo que quieras de un menú exótico y las ficheras bailaban contigo por algunos pesos. Recorrimos las calles, tal vez viajábamos en círculos. Cuando sentimos que nos alejábamos del radio alcoholimétrico regresamos.

Encontramos El Gallo de Oro, lugar con un baño espectacular: dos mingitorios altos, llenos de hielo, decorado con hermosos azulejos colocados con perfecta asimetría.

Caminamos de nuevo. Buscando la nada, encontramos el Dos Naciones, era algo predestinado. Al segundo piso. Oscuro, mala muerte. Museo de la cerveza y arrabal. Un hombre gastaba su quincena invitando tragos a dos mujeres que le acercaban su rostro y lo hacían sentir deseado, a un costo que le llegaría más tarde en su cuenta.

Tres cervezas cada quien, hora de comer. Mole de olla, amarillo oaxaqueño, el cual no es amarillo y probablemente no es de Oaxaca, pero es delicioso. La mesera cubana, de más de sesenta años y con una historia en cada rulo de su cabello en forma de afro natural. No podía bailar para no afectar las ganancias de las otras ficheras. O tal vez sólo bailaba de noche.

La rockola. La insistencia de que si estábamos allí, teníamos que bailar. Se llamaba Claudia, su blusa rosa y una minifalda negra entallada, zapatillas negras, mirada cansada, piel áspera y una actitud de perfecta aceptación sobre su rol social. Le dije la verdad: no sé bailar, y se esmeró en enseñarme la famosa vuelta de las cumbias chilangas. Me dijo: "Tienes cara de que tienes muchas novias", y fingió interés por la ciudad de la que yo provenía.

Caminamos rumbo al Zócalo. La calle era como un hormiguero justo cuando empieza la lluvia. Muchos policías. Caminamos por Madero. Las calles olían a maíz, mugre y perfumes. 

La hielera ya no estaba fría, el queso exigía pronta refrigeración, viajamos en el metro.

El departamento había cambiado respecto a la vez anterior, ahora una pared asombrosamente decorada daba privacidad al inquilino que se dedica a la música. Además de los habitantes regulares había dos mujeres con las que no crucé palabras y de las que vagamente recuerdo sus rostros, mucho menos sus nombres.

De regreso al metro y al Pasagüero, el Centro Histórico cambia su rostro por las noches, me han dicho que es cuando salen miles de las millones de ratas que habitan los desagües del lugar.

El bar poco a poco se fue llenando de jóvenes de aspecto yuppie cuyas conversaciones indicaban que lo que menos les importaba era divertirse. Cerveza. Más cerveza.

En algún momento, decidimos abandonar el lugar, tomamos un taxi en una calle cercana. El chofer era un señor que se preocupaba por las actitudes de su hija y a quien le dijimos que nada podía hacer, ella encontraría el camino hacia la vagancia.

Fuimos al Oxxo por tres caguamas, una raíz se interpuso en mi camino y el exceso de malta y los canabinoides me hicieron acercarme brutalmente a la tierra. Una botella perdió la vida. Un raspón en el hombro de mi acompañante.

Por la mañana sacamos a Once Marintia, la bici, caminamos en busca de una pareja de dos rueda. Hicimos una parada en las garnachas del Parque España. La mujer concentrada en su actividad colocaba maíz, hongos, pollo, queso, sobre las tortillas azul marino. 

Vayamos por una bici. Después de seguir indicaciones llegamos a un puesto de préstamo de bicicletas, era del Gobierno del Distrito Federal, los requisitos eran absurdos: dos identificaciones vigentes y un teléfono al que marcaban para corroborar que uno no es un fantasma. Negativo. Pasamos por un parque donde pasean perros y por otro donde pasean niños.

Mejor en Bici. Había leído sobre ellos, te prestan una bicicleta con sólo dejar una identificación y un depósito reembolsable de 200 pesos. Una pareja de enamorados estaba en la lista de espera, para su mala suerte sólo llegó una bicicleta y su amor sobre ruedas tuvo que esperar más minutos que el mío.

Rodamos por Paseo de la Reforma, de mis zonas favoritas de la ciudad. Mi bici era un comercial ambulante de Jumex, el precio de la gratuidad, y estaba jodida como una mujer víctima de violencia intrafamiliar.

Rodar y rodar. En algún punto la calle más bonita del país se torna fea, llegamos a un tianguis famoso. La Lagunilla. Sale en películas, telenovelas, libros, noticias, pero nada muestra lo que supuestamente se siente estar, ver, oler y beber en la Lagunilla. 

Lo primero que percibes es que, si te apendejas, es un lugar inseguro. Cientos de puestos, carpas, chácharas, jabones, pedacería, películas pirata, muebles... Un chingo de cosas, pero lo que nunca te esperas son los puestos de micheladas. Caguamas de distintas marcas, preparadas con clamato, chamoy, salsas, chile, en un vaso que se convierte en un gran acompañante para recorrer el lugar y someter la cruda.

Una de las ramas de la Lagunilla es el mercado de antigüedades, donde venden objetos insolentemente inútiles pero que hacen gozar los egos y tapar los huecos por donde se fuga la autoestima. Hay genialidades, aberraciones y absurdos, pero no hay reliquias que pasen desapercibidas.

La plaza Garibaldi es muy pinche. Rodeada de cantinas, tiene un área techada donde decenas de mariachis venden su talento musical a ebrios y familias turistas. Gorreamos acordes, simulando que no poníamos atención. 

Había que regresar la bici antes de las cinco, si no lo hacíamos perdería mi credencial de elector, 200 pesos, y tal vez algún sicario de Jumex me buscaría hasta encontrarme para darme tehuacanazos con jugo de durazno.

Subimos Paseo de la Reforma, llegamos justo a tiempo al parque de la Condesa donde una sensual mujer enseñaba a un grupo de parejas a bailar tango y los perros se bañaban en las fuentes.

Coyoacán. Tengo muchos amigos que al pensar en el DF inmediatamente gritan: ¡Coyoacán! Durante muchos años me preguntaba qué diablos había en el famoso lugar que tanto hipnotizaba a mis conocidos. Lo supe una tarde de domingo. 

Coyoacán tiene todo lo que mis amigos con cierto perfil siempre han soñado: músicos ambulantes cantando a Silvio Rodríguez y otras rolas que siempre suenan en el Pluma Blanca, un tianguis culturero, arquitectura agradable, y un chingo de hippies. Está bonito, pero no es la gran cosa.

Después de un recorrido por los barecitos de Coyoacan y un par de tatuajes de hena, que se pronuncia Jana, de acuerdo a Draco el tatuador que llama elegantemente Diurex a la vulgar cinta transparente, tomamos un microbús rumbo a metro Copilco.

El chofer me dio una lección de humildad por no darle las gracias por perdonarme cincuenta centavos y puso su música a todo volumen. La oscuridad del vehículo y los beats prendieron el ánimo de una mujer de unos 35 años, que tenía una voz similar a la de aquella conductora que salía con Videgaray en un programa matutino. Nos unimos a su fiesta y el camioncito se convirtió en el transporte público más festivo de la ciudad: PartyBus. El chofer tenía espíritu de DJ y ambientó perfectamente el baile que se desarrollaba con una mano en el tubo donde nos sosteníamos.

Metro, otra vez. Luego de unos minutos en el depa, regresamos al Oxxo por unas cervezas para rematar el día. 

A la mañana siguiente viajamos por metro, luego en camión a una zona de edificios elegantes donde cruzar la calle es una aventura tardada y con riesgos. Me dijo dónde comprar las alegrías más ricas y se despidió con un "Chao". La vi alejarse. Nunca voltea atrás.

Mi plan para esa mañana de lunes era visitar el Museo Nacional de Antropología, para confirmar el verdadero tamaño del Calendario Azteca. Fail. Los museos de la Ciudad de México cierran los lunes, me informó la vigilante de la entrada.

Al Centro Histórico, algo habrá que ver. En el Zócalo fumé un cigarrillo y entré a una exposición sobre dinosaurios, en la que figuras gigantes hechas de fibra de vidrio daban una dimensión real del verdadero tamaño de los reptiles gigantes que Steven Spielberg nos ha desvirtuado.

Caminé por el centro, bebiendo un frappé de cafeína con amaretto. Llegué a Bellas Artes donde un grupo de ecuatorianos se maravillaba con la ciudad. Lástima que no los llevaron a la Alameda, donde los vendedores ambulantes ofrecen toda clase de piratería y productos exóticos. DVDs sobre yoga, música, películas, cada puesto especializado en un tema. Collares, aretes, figuritas, a precios ridiculamente bajos.

Llegué temprano al aeropuerto, pude recorrer la Terminal 1 y maravillarme con su espíritu del consumo inmediato. El vuelo a Hermosillo estaba completamente abarrotado, mi lugar estaba entre un sujeto que no se cansaba de llamar a su madre y una señora que se esforzaba inutilmente por platicar conmigo.

Despegamos y el avión hacía sonidos extraños, como si regurgitara. No era normal, dimos dos vueltas a la ciudad y regresamos a la terminal. El capitán mintió diciendo que había que revisar una puerta mal cerrada. Los comentarios de los pasajeros iban de la incredulidad a las teorías de la conspiración, pasando por el miedo a que se estrellara.Seguramente nadie había visto Lost.

Estuvimos varados una hora. Encendí mi robot móvil y el gerente de un famoso equipo de beisbol de Hermosillo, que viajaba al otro lado del pasillo, me vio y dijo en voz alta: No se deben prender celulares porque puede explotar el avión. Despegamos de nuevo, el ruido seguía existiendo pero era menor.

Nada más tranquilizante que una cerveza bien helada a 11 mil metros de altura. 

Epílogo. 
-¿A cómo vende la alegría? 
-A siete pesos.


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